Mensaje: #1
Oh, por Dios, no!
“Oh, por Dios, no!”
por Sebastián Rodas*
El problema es que yo nunca cierro la puerta de mi cuarto. Llamalo costumbre, fobia, llamalo como quieras, pero yo no la cierro del todo. La cierro a veces, si viene mi novia, ahí cierro con llave, pero eso es entendible.
Yo estaba trabajando para un tipo, llamémoslo George para no armar ningún lío. George me contrataba freelance, con George yo estaba tranquilo, trabajaba pocas horas por día. Un día compramos alegría, 25 pesos cada uno. Eran 25 pesos muy generosos, sospechosamente abundantes. Y la calidad entonces, claro, no era de la mejor, digamos que pegaba, te colocaba bastante bien, pero no descollaba. Era como uno de esos número 5 que no hacen goles, pero corren y meten y te ordenan al equipo. Yo justo había comprado un diez con un amigo, y eso sí que era alegría. Entonces el 25 de George lo guardé en mi cuarto, en mi “escondite infalible”. Y ahí quedó, hasta que un día...
Había pasado un mes y medio y me contratan de una empresa grande. Una empresa importante, con cuentas importantes, con muchísimo trabajo y mucha presión. Mi carrera en juego todos los días, trabajando más de diez horas y a una velocidad descomunal. A eso sumale que los primeros dos meses en cualquier lado te tenés que poner las pilas, acomodarte y quedar bien parado, quedarte después de hora todas las veces que puedas. Yo no salía. No bares. No fiestas. No mujeres. Trabajo, trabajo y más trabajo.
Llego a mi casa un jueves, filtrado. Presionado, porque tenía muchas cosas pendientes para el viernes. Entro a mi cuarto y veo que mi mamá movió un par de cosas. Movió la mochila: menos mal que no sabe lo que hay adentro, momento: por las dudas cambio mi “escondite infalible”. Uia, pero mirá quién apareció por acá...unos 25 pesos que me están invitando a ver Los Simpsons.
Cierro la puerta. ¿Llave? Y bueno, por las dudas. Me armo un amigo, son las ocho y diez. Abro la ventana de mi cuarto, prendo el ventilador de techo. Pongo un buzo en el piso, al pie de la puerta, para que no pase el olor del otro lado de la casa.
El amigo se instala en el living de mi cerebro y se discuten ideas interesantes. Ocho y media, Los Simpsons en canal Fox. Con las primeras risas, las presiones de mi nuevo trabajo posesivo se desvanecen, una por una, hasta que la cara de mi jefe desaparece de mi memoria RAM y es remplazada por un Homero Simpson gritando “me lleva la cachetada”. Ah, excelente. Tocan a la puerta. “¿Sebas, venís a comer?”-me dice mi mamá. Me miro al espejo: mis ojos están bien, yo estoy muy bien, la puedo pilotear porque estos 25 pesos no delatan mi locura. Trabajan, pero no arruinan. Abro la puerta, voy a la cocina y cenamos con mis padres y mi hermana menor, charlando de nuestra vidas cotidianas en un clima ameno. Somos los Ingalls, y mi mamá se pone contenta porque le como toda la comida.
Martes de la semana siguiente. La presión sigue, en el trabajo me está yendo diez puntos. Llego a casa, son las ocho y veinte. Entro en mi cuarto, cierro la puerta y a los quince minutos ya estoy pensando “qué loco, este encendedor es del mismo verde que el vestido de Marge”.
Miércoles de la semana siguiente. Cierro la puerta de mi cuarto y me hago mi versión de la “Llamarada Moe”.
Jueves de la semana siguiente. Lunes y jueves de la otra semana. Miércoles de la semana después. Y así, algunos días sí, otros no, pero con bastante regularidad, logro un equilibrio digno para el manual de todo yuppie.
Pasa un mes, ponele dos, no me acuerdo. En la empresa todo marcha bien, pero resulta que un día me llama George. Con un trabajo mío anterior, ha logrado una cuenta importante. Está abriendo su pequeña nueva empresa y me quiere a su lado. La amistad y los proyectos en común son más fuertes, renuncio a mi trabajo y vuelvo a las tardes con George.
A esta altura el 25 pesos ya es un recuerdo hecho humo. Voy a la casa de George esa noche, y le pido si tiene un palito de la selva para convidar. “Fijate en la heladera” –me responde, agarro como para un fino y me vuelvo a mi casa.
Ocho y cinco, miro la puerta de mi cuarto y pienso “ciérrate sésamo”.
Me armo uno con filtro de cartón y todo. Tranquilo, doy bocanadas y hago zapping, esperando a las ocho y media. Pero a los diez minutos ya no sé ni lo que estoy viendo. Este cannabis es de verdad, no como el anterior. Este juega de nueve y hace 3 goles por partido. Es Ronaldo en su mejor partido.
Empiezan Los Simpsons y yo estoy de la gorra mal. Ya con la presentación, nomás, flasheo cualquiera. El primer gag despierta en mí sonidos de carcajada que no conocía. Toca la puerta mi mamá y escucho un “¿Venís a comer?” y respondo que sí, como puedo. Me levanto de mi silla y trato de caminar por mi cuarto, pero me choco con todo. Estoy demasiado torpe para pilotear cualquier encuentro con una persona de la casa. Suena el timbre a lo lejos, eso quiere decir que llegó mi papá. Me vuelven a tocar la puerta, mi mamá grita “¿venís a comer o no, che?” y yo contraataco con un “sí, má, esperá, ahora voy”. Me miro al espejo: mis ojos parecen los fuegos artificiales de Epcot. Así no voy a ninguna parte, menos a cenar con los papis. Porque digamos que si me piden que les pase las papas, estoy frito.
Abro la puerta, despacito, no queda nadie en este sector de la casa. Paso al baño, encuentro las gotitas para los ojos y me pongo triple dosis en cada pupila en órbita. Vuelvo a mi cuarto. Me invade la paranoia, me trago una mesita y trato de ver tele unos minutos a ver si se me pasa. Nada. Vuelvo al espejo y es peor. Mis ojos, el carnaval de Rio de Janeiro, con Ronaldo a la cabeza.
Retirada, mi general: perdamos una batalla, no la guerra. Salgo de mi habitación y voy hasta el pasillo que divide los cuartos del living y la cocina. Desde ahí la cocina no se ve (ni me ven). Pego el grito y llamo a mi hermana tres veces, hasta que se levanta de la mesa y viene hacia mí.
- Qué querés.
- Eeeeh, mirá, no voy a ir a comer al final, ¿sabés? Decile a mamá que no me siento muy bien, que mejor me voy a dormir.
Mi hermana prende la luz del pasillo.
- Boludo estás re fumado.
- No, ¿por qué?
- Porque mirate los ojos.
- No, nada que ver.
- Sí, estás re fumado, se te nota.
- No ¿los ojos? Nooo, debe ser porque estoy en la compu hacer rato, ¿tengo irritado? (intento hacerme el desentendido del tema inútilmente) Porque me pican, un poco, los ojos...¿los tengo muy colorados?
Aclaremos algo. Mi hermana no es ninguna salame, pero no le quiero decir porque la obligaría a mentir delante de los viejos, prefiero que vaya convencida y les diga lo que ella cree que es la verdad. Pero mi hermana estudia arqueología, así que imaginate lo que le gusta investigar.
- Ay, Sebas, estás re fumado. A mí me lo podés decir, soy tu hermana. A mí decime la verdad.
- No, te juro, nada que ver.
- No se jura en vano.
- No, pero, pará, te digo que nada que ver.
- Boludo a mí me decís la verdad. ¿O vos te creés que no sé lo que hacés cuando te encerrás?
- Bueno, ok. Te digo la verdad, estoy fumado, ok, esa es la verdad. Pero si le decís a mamá esto alguna vez te tiro por la ventana ¿entendiste?
- No, no te preocupes. Mamá, cuando te encerrás, piensa que te hacés la paja.
En este momento, si estuviera en una caricatura, mi mandíbula se estrellaría contra el piso. Apenas puedo hablar.
- C...¿cómo?
- Sí, mamá a veces cuando estamos viendo tele en su cuarto y vos te encerrás me pregunta si vos te encerrás porque te estás haciendo la paja.
- Y...¿y vos qué le contestás?
- ¿Y qué querés que le diga? ¿Que fumás porro?
Nunca jamás volví a prender una mecha en mi cuarto. Ni a cerrar la puerta.
* Sebastián Rodas es el fundador de la revista NAH!
|