Un barco se hundió en el Caribe. El único sobreviviente, un tripulante argentino, logró mantenerse aferrado a una silla de madera que apenas flotaba en la inmensidad del océano. Pronto descubrió que empezaba a ser rodeado por varias aletas de tiburones. Paralizado por el miedo, dirigió su pensamiento a Dios, suplicando una y mil veces por un milagroso rescate. Y el Señor se apiadó de él. Le envió un barco para que lo sacara de las aguas y lo llevase de regreso a su Buenos Aires querido. Y no sólo eso. Dios quiso compensar tanto sufrimiento y lo proveyó de un nuevo trabajo en la seguridad de un banco, como administrativo. Al año siguiente, Dios fue a visitar al muchacho para ver cómo se estaba desempeñando, aunque, para Su sorpresa, lo encontró sumamente angustiado. 'No te entiendo', le dijo el Señor. 'Te rescaté de una muerte horrible. Te hice contratar por un banco serio, trabajás en un lindo escritorio, aire acondicionado, una rutina que no te provoca estrés y la posibilidad de ir ascendiendo con los años de acuerdo a tus méritos. ¿Se puede saber qué te pasa ahora?'. El muchacho miró a Dios para responder con cierta melancolía:
Es que extraño a los tiburones.
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